No recuerdo cuándo, ni cómo empezó mi pasión por las parrilladas. Lo cierto es que, en mis más lejanos recuerdos de aquellos eventos en los que había una parrillada, yo estaba al costado o frente a la parrilla. Haciendo o ayudando. De parrillero principal o de apoyo… cómo sea, siempre allí. Y desde entonces, sigo allí.
No me creo un experto parrillero. Es más, siempre encuentro alguien de quien aprender, alguien a quien debo reconocer que hace una parrillada mejor que yo.
Pero en mi pequeño universo familiar y amical,
soy el parrillero “mayor”, al menos cuando se hace en mi casa. Soy el que pone
las carnes o vegetales sobre la parrilla o sobre el carbón. De esta o de la
última manera aprendida. Con la técnica de antaño o de la nueva (la última
vista en Netflix).
Lo que si recuerdo y con alegría, son algunas
de las parrilladas en las que participé en mi juventud, en la bella Arequipa.
Ya con los compañeros de la universidad - facultad
de Administración de la UCSM, ya con los hinchas del Club Social Deportivo
Vallecito (para reunir fondos), la familia de mi compadre Chinito (cuando concluyó
el techado de su casa - de la cual soy padrino) o con la familia Zúñiga, con participación
de los pretendientes de alguna de las cuatro hermanas (uno de ellos, yo).
Se preparaban desde el día anterior al del
evento. Los cortes de carne (en esos años las parrilladas eran así, sólo de
carne), eran corte “churrasco” (corte delgado de bife con hueso) o si no,
cortes de pierna de chancho con anillo de hueso incluido o chuletas de lomo de chancho.
Los buenos y viejos proveedores, nuestros caseros o caseras del mercado San Camilo, no distinguían tantos cortes como los hay ahora. Bastaba decirles “para parrilla, caserito…” y nos despachaban los cortes, tantos como se lo pedíamos.
En casa, éstos eran macerados en una mezcla
licuada de ají colorado, ajos, sal, pimienta, aceite. Algunas veces veía se le
añadía (y también yo lo hacía), hojitas secas de orégano, y una que otra copita
de pisco. Veinticuatro horas de reposo, calculando la hora en la que la familia y
amigos se reunirían y, golpe, empezaba la parrillada.
Acompañaban papas sancochadas puestas
también a la parrilla (para “marcarlas”), su crema de rocoto o cualquier otra
salsa picante… ¡de rigor! y, una porción de ensalada casi siempre de lechuga y
tomate picados. La estrella: la porción de carne. Los complementos eran solo
eso, complementos. A esas parrilladas, no las recuerdo con chorizos, salchichas u otras carnes. Era
como en las películas con un solo protagonista. La carne de corte generoso, era
la estrella única del plato.
Hoy incluso, cuando visito a la familia de
Arequipa, las parrilladas las siguen preparando así. Con gusto las disfruto,
pues, entre lo delicioso y cariñoso que es participar, me llevan a esos gratos recuerdos, como lo hace
siempre el arte de la cocina.
Ahora que nos reunimos, ya no somos
pretendientes, sino cuñadas, concuñados, hijos, sobrinos, y hasta parejas de
éstos, con o sin hijos aún. Todos alrededor de la parrilla.
Como sea, la parrillada nos integra. Unos
prendiendo el carbón o peleando en el intento, diciendo cada quien, que su
técnica es mejor que la del parrillero de turno. Otros preparando la carne,
otros más contando chistes y animando a los parrilleros. Y otros últimos preparando los
complementos, pero todos, con un aperitivo espirituoso o no espirituoso, felices
con la esperanza del buen disfrute.
Por todo eso, amo una parrillada, amo su
maravillosa capacidad integradora. Amo que en todo el mundo se hagan
parrilladas (o “asados” como lo llaman en la Argentina, “barbacoas” en otras
partes del mundo). Pero, sobre todo, amo el recuerdo que nos deja haber
preparado y disfrutado una, junto a amigos y familia de verdad.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario